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Edmund Burke percibió claramente el carácter revolucionario de los "derechos del hombre", y su irrealidad al no fundarlos sobre una comunidad política real existente

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Este carácter revolucionario es lo que Burke percibió claramente en los Derechos del Hombre de 1789. Para Burke, esos derechos eran “metafísicos”, en el sentido de que representaban un constructo mental, puramente teórico y a priori, elaborado como aparente deducción a partir de la abstracta naturaleza humana, y de espaldas por completo a la experiencia, a la historia y a la sabiduría condensada en la tradición. Unos derechos proclamados de manera descontextual y voluntarista, sólo servían para despertar esperanzas irrealizables y para incitar a rebelarse contra agravios inexistentes[1]. Invalidando toda la enseñanza del pasado, los revolucionarios pretendían reconstruir matemáticamente toda la sociedad desde el postulado de los iguales y universales derechos naturales, y declaraban inválidos todos los gobiernos, leyes y convenios que no fueran conformes con esos derechos[2].


Con su misma actuación política, Burke demostró que era posible luchar contra la injusticia sin necesidad de invocar una medida metafísica y ahistórica de lo justo. Como parlamentario, defendió la causa de los colonos de Norteamérica contra la Corona británica, denunció con decisión la crueldad del dominio inglés sobre Irlanda, y censuró enérgicamente los abusos de las compañías mercantiles en la India. Para todo esto, Burke se apoyó en la misma tradición legal y moral británica, pues, a su juicio, era la infidelidad de la política imperial británica a esta tradición la causa de esas injusticias y del legítimo levantamiento de los colonos[3]. Para Hannah Arendt, el argumento central de Burke contra los “principios abstractos” de la Revolución francesa, se encuentra condensado en las siguientes palabras: “Ha sido política uniforme de nuestra constitución afirmar y asegurar nuestras libertades como una herencia transmitida por nuestros antepasados y que tiene que ser legada a nuestra posteridad; como una propiedad especialmente perteneciente al pueblo de este reino, sin referencia alguna a ningún otro derecho más general o anterior”[4].


La postura de Burke respondía a la verdad histórica. Durante siglos, los avances en el logro de derechos y libertades –como la Carta Magna de 1215– habían consistido en acuerdos entre la corona y sus súbditos, mediante los cuales quedaban sancionados y fijados una serie de derechos y obligaciones basados en la costumbre[5]. Como refiere Pirenne, en los inicios del proceso de urbanización de la sociedad medieval, la antigua organización señorial y feudal se resistía a los cambios propugnados por la creciente burguesía y por las ciudades, cada vez más pujantes. Pero esta resistencia no se debía, en general, a puros intereses de clase o a motivos inmorales, sino a que, como en muchas otras ocasiones similares, los responsables de ese orden social pensaban que dicho orden era indispensable para la conservación de la sociedad. Por otra parte, las reivindicaciones de derechos y libertades que los burgueses presentaban, estaban ordenadas al logro de objetivos delimitados, eran las reclamaciones de aquellas condiciones sociales que los burgueses necesitaban por razones prácticas, para dar mayores posibilidades y garantías al tipo de vida, comercial, al que se dedicaban. Esas reivindicaciones no se apoyaban en una elaboración teórica y comprehensiva, como la doctrina de los derechos naturales. No tenían espíritu revolucionario. Eran simples reformas solicitadas, por intereses prácticos, a un orden social que en su conjunto no era cuestionado. El objetivo era eliminar las diferencias y limitaciones sociales que ya no tenían justificación social y que constituían un lastre[6].


Este espíritu práctico, de ambiciones acotadas y no revolucionario, se mantenía aún en los inicios de la lucha de los colonos norteamericanos por sus derechos. Antes de 1774 –señala Habermas– lo que los colonos se preguntaban ante las disposiciones del Parlamento, era qué derechos tenían como ciudadanos británicos, herederos de la misma tradición que los residentes en la metrópoli, y eran estos derechos lo que oponían a los abusos por parte del Parlamento. Pero, después, este modo de abordar el conflicto fue sustituido por la invocación del derecho natural concebido modernamente, como un derecho anterior y superior a todo derecho histórico, y como patrón de todo orden jurídico y político legítimo[7]. La defensa de unos derechos pertenecientes a la condición de miembro de un orden político concreto, contra los atropellos del gobierno momentáneo de este mismo orden, se transformaba en la descalificación completa de dicho orden político, como único modo de hacer valer unos derechos pertenecientes a la condición de ser humano.


[1] Peter J. Stanlis, Edmund Burke and the Natural Law, The University of Michigan Press, 1965, pp. 70-75 y 130-132; Michel Villey, Estudios en torno…, op. cit., pp. 242-243; Idem, “Critique des droits de l´homme”, op. cit., p. 10. 

[2] Peter J. Sanlis, op. cit., p. 93.

[3] Ibid., p. 48; Michel Villey, “Critique des droits de l´homme”, op. cit., p. 12.

[4] Hannah Arendt, op. cit., p. 240. 

[5] Antonio-Enrique Pérez Luño, “El proceso de positivación de los derechos fundamentales”, en Antonio-Enrique Pérez Luño (ed.), Los derechos humanos. Significación, estatuto jurídico y sistema, Universidad de Sevilla, 1979, pp. 239-241. 

[6] Henri Pirenne, Las ciudades en la Edad Media, Alianza, Madrid, 1984, pp. 112-113. 

[7] Jürgen Habermas, op. cit., p. 68. En verdad, ya en 1772, la Asamblea de Boston, a propuesta de Samuel Adams, aprobó la “Declaration of Natural Rights of the Colonist Men”; pero, de todas formas, la precisión de la fecha en que se inicia el cambio en la manera de justificar la sublevación, poco importa respecto de la existencia y del significado de este cambio. Cfr.


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