p. 112 La ley es un acto de la razón, pero no es sólo acto de la razón. Considerada en su integridad, la ley procede de la razón y de la voluntad del legislador115. La ley es también un acto de la voluntad porque, respecto de toda ley concreta, ni su existencia como ley, ni el contenido preciso de ella, es algo que posea necesidad lógica. Por racional que sea, la ley no es una pauta de conducta que se deduzca necesaria y unívocamente a partir del bien común. Que la ley sea racional no significa que sea una cuestión de pura racionalidad –una conclusión puramente lógica y apodíctica– el hecho de que la ley sea y de que sea la que es. La ley procede también de la voluntad del legislador porque es esta voluntad la que quiere que, sobre una materia o aspecto de la vida en común, haya ley, haya una pauta de conducta obligatoria para todos, y la que quiere que el contenido concreto de la ley –la pauta de conducta que haya– sea exactamente el que es, cuando podría ser más o menos diferente.
La ley es una determinación de la voluntad del gobernante acerca del bien común, es una determinación de su modo de querer este bien, que determina prescriptivamente el modo de querer el bien común por parte de los ciudadanos sujetos a la ley. Ciertamente, se trata de una determinación racional, es decir, fundada en razones, pero de una determinación, al fin y al cabo, de la voluntad. La ley es objeto de la prudencia116, no de la lógica o de la ciencia. En otras palabras, la razón de la que procede la ley es la razón práctica, no la razón teórica; y la razón práctica, ordinariamente, ni opera deduciendo, ni proporciona certeza absoluta.
115. Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q 97, a 3.
116. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q 57, a 1.