La virtud nos capacita para ver la realidad tal como es
p. 380 Efectivamente, ver la realidad tal como es, no es algo que podemos dar por supuesto en las cuestiones morales. En verdad, es una ardua – y quizá la primera y principal– tarea moral ver las cosas como realmente son, y, por esto, la filosofía moral –como afirma MacIntyre, siguiendo a Murdoch– debe ocuparse de cómo llegamos a ver las cosas como son, de cuál es el procedimiento por el que aprendemos a ver la realidad sin distorsiones50; y este procedimiento no es otro que la adquisición de la virtud.
Uno de los errores de la filosofía moral dominante en la Modernidad, ha sido la neta separación entre el campo de los juicios sobre hechos y el campo de los juicios morales, según la cual, los primeros no serían problemáticos, y los desacuerdos acerca de ellos siempre serían resolubles mediante la experiencia y la observación, mientras que con los segundos ocurriría lo contrario, por estar estos juicios cargados de actitudes subjetivas. Y esto ha conducido a pensar que el mejor modo de abordar los problemas morales es dejar por completo el recurso a lo moral –actitudes, valores, juicios– para cuando, al menos, la cuestión acerca de los hechos haya quedado resuelta; pero esta metodología no responde a la realidad51. Cuando los problemas son problemas morales, la determinación de los hechos del problema es parte –y parte principal– del problema moral, y las disposiciones morales son tan relevantes para la determinación de los hechos, como para el enjuiciamiento de éstos. Olvidar esto ha sido uno de los modos en que la filosofía moral moderna ha perdido de vista la dimensión cognoscitiva de la virtud. El otro ha sido la concepción deductivista del conocimiento moral, la idea de que el saber moral ha de consistir en la concepción de un principio supremo, al que todo juicio moral pueda reducirse, y del que todo juicio moral pueda extraerse. La virtud ha quedado así reducida a un mero refuerzo de la motivación, y la captación de la realidad que está involucrada en nuestros juicios morales, convertida en un asunto completamente aproblemático desde el punto de vista moral. “La filosofía moral moderna –dice Hauerwas– ha ignorado la importancia de la visión porque sigue intentando, a la manera kantiana, reducir la moralidad a una sola fórmula”52. Así, por ejemplo, Frankena sostiene abiertamente que la virtud no posee ninguna función de guía respecto de nuestros actos, de dirección moral, pues esta función es exclusiva de los principios, y la virtud sólo añade a lo que los principios nos dicen que hemos de hacer la disposición a hacerlo. Recordando a Kant, sentencia: “los principios sin rasgos [morales, de carácter] son impotentes, y los rasgos sin principios son ciegos”53.
Cuando de lo que se trata es de obrar, de decidir, la verdad de las cosas no es evidente. No basta abrir los ojos para ver la realidad. Hace falta superar el estado de ilusión y fantasía engañosa, que procede de nuestro desmesurado auto–interés, el cual hace que opongamos resistencia a la realidad. Lo moral versa primeramente sobre un modo de ver y presenciar el mundo, es un asunto que tiene que ver con la atención, con el cultivo de un modo de percibir, más que con la energía de la voluntad54. Una persona virtuosa se caracteriza por una manera de ver las situaciones, por los aspectos de éstas que le llaman la atención, por la clase de requerimientos que detecta en ellas; y es esta forma de ver las situaciones lo que explica verdaderamente sus acciones55. El carácter se expresa tanto en lo que uno ve, como en lo que uno hace; y el carácter virtuoso se manifiesta en primer lugar en discernir con acierto la clave de la situación, en saber “componer la escena”56.
En realidad, esta caracterización de la virtud está ya presente en Aristóteles. Según él, el virtuoso juzga bien todas las cosas, y “en todas ellas se le muestra la verdad”, y “sin duda, en lo que más se distingue el hombre bueno es en ver la verdad en todas las cosas, siendo como el canon y la medida de ellas”57; y por esto es cierto que “lo verdadero es lo que así le parece al hombre bueno”58. También en Santo Tomás podemos encontrar la misma idea. Como ha señalado Pieper, la templanza es, para Santo Tomás, requisito necesario para que el hombre pueda apreciar y contemplar la integridad de la realidad, también en cuanto realidad sensible. A diferencia de los animales, para los que las cualidades sensibles de las cosas sólo tienen significación por relación a sus necesidades corporales, es decir, al sentido del tacto, el hombre es capaz de percibir y gozar las cualidades sensibles de las cosas, en sí mismas, en la propia excelencia de estas cualidades. Pero así como el león no es capaz de ver la belleza del ciervo, sino sólo su condición de posible alimento, el hombre sin templanza no percibe las cualidades sensibles de la realidad, si no es como meros indicios de posibles placeres del tacto, y, en este sentido, se animaliza59. En el fondo, algo similar puede decirse respecto de cualquier virtud, y por relación a cualquier faceta de la realidad. La falta de moderación en los apetitos nos vuelve torpes para ver y escuchar, sin parcialidad y sin distorsiones auto-protectoras, la totalidad de la realidad. El sereno orden de los afectos es lo que nos hace capaces de apreciar el conjunto de la realidad, de escuchar y tener en cuenta la verdad de las cosas: “sólo puede oír aquel que guarda silencio”60. En último extremo, como dice Murdoch, “la autoridad de la moral es la autoridad de la verdad, esto es, de la realidad”61.
(…)
La virtud es lo que nos hace capaces de ver limpiamente la realidad, de hacernos cargo de ella en los justos términos; y esto implica que es la realidad misma el fundamento de que las virtudes sean las que son, de que consistan en las cualidades determinadas en que consisten. La razón de que las virtudes sean las que son, no es sólo la naturaleza de la elección, la naturaleza de la operación propia del hombre, sino la relación entre esta operación y el tipo de realidad en la que se ejerce y sobre la que se ejerce esa operación. Si el mundo del hombre fuera distinto, las virtudes serían otras63. Una virtud no puede darse si falla su materia propia64. La templanza es una virtud porque no todo lo placentero es verdaderamente bueno. La fortaleza es una virtud porque no todo lo doloroso es verdaderamente malo. Si la justicia es una virtud es porque para el hombre, que es un ser social, lo individual no es mejor que lo común y compartible, y lo común sólo se realiza si cada uno tiene lo que le corresponde. Y la prudencia es una virtud porque la realidad no es un orden de puras universalidades, regido por una estricta necesidad lógica, sino un mundo de cosas particulares y contingentes, que no es dominable por una ciencia perfecta. Es en esta clase de mundo donde es preciso preparar al yo para ver clara y honestamente65.
p. 384 Un hombre que, supuestamente, fuera justo pero careciera de fortaleza, sólo haría lo justo mientras esto no fuera peligroso, pero cuando lo fuera, el temor le llevaría, no sólo a omitir lo justo, sino a considerar que, en esa situación, lo injusto no es tan claramente injusto, y que hacerlo no es tan claramente malo
50. Alasdair MacIntyre, “Moral Philosophy: What next?” en Stanley Hauerwas and Alasdair MacIntyre (eds.), Revisions: Changing Perspectives in Moral Philosophy, University of Notre Dame Press, Notre Dame, 1983, p. 13.
51 Ibid., p. 12
52. Stanley Hauerwas, op. cit., p. 35 (el subrayado es mío).
53. William Frankena, Ethics, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, N. J., 1973, pp. 66-67.
54. Stanley Hauerwas, op. cit., pp. 36-46.
55. John McDowell, “Virtue and Reason”, en Roger Crisp and Michael Slote (eds.), Virtue Ethics, Oxford University Press, New York, 2001, pp. 142-144, 157-159; cfr. Stephen D. Hudson, Human Character and Morality. Reflections fron the History of Ideas, Routledge and Kegan Paul, Boston, 1986, p. 95.
56. Nancy Sherman, The Fabric of Character. Aristotle’s Theory of Virtue, Clarendon Press, Oxford, 1989, p. 3.
57 EN 1113a 28-32.
58. EN 1176a 16-17.
59. Josef Pieper, Las virtudes fundamentales: op. cit., pp. 241, 248 y 249; cfr. ST, II-II, q. 141, a. 4, ad. 3.
60. Ibid., p. 241.
62. Xavier Escribano, “La mirada indiferente. El problema de la neutralidad ética de la visión”, en Lourdes Flamarique (ed.), Las raíces de la ética y el diálogo interdisciplinar, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012, pp. 74-75.
63 Pierre Aubenque, La prudencia en Aristóteles, Crítica, Barcelona, 1999, p. 77.
64 In VI Ethic., n. 1288.
65 Stanley Hauerwas, op. cit., p. 2.