p. 393 La ley supone la existencia de una forma de comunidad, de un ethos común, estable y familiar, ya que la ley sólo es posible si cabe declarar irrelevantes ciertas circunstancias por adelantado, si cabe excluir de la consideración del sujeto factores y motivos que puedan presentarse; pero esto sólo es posible y justificable en la medida en que se trate de circunstancias y particularidades previsibles, normales, ordinarias, y este tipo de circunstancias supone la existencia de un ámbito ordenado y acostumbrado. La ley –como dice Santo Tomás– se da para lo que ocurre ordinariamente, para lo que es cierto en la mayoría de los casos[1], pero lo ordinario comporta la noción de algún tipo de orden. La norma, que introduce una normalidad prescriptiva, supone, por otro lado, una normalidad existencial[2].
p. 394 (...) Para que haya conocimiento argumentativo hace falta, pues, contar con un fondo dogmático, con unos supuestos teóricos y prácticos que se tienen por evidentes, que se asumen como aquello que no necesita ser argumentado, ni cabe poner en cuestión[3]. (...)
Este fondo no es otra cosa que lo significado por el concepto clásico y humanista de “sensus communis”. Este sentido común es el modo de pensar las cosas, de captar, entender y valorar los acontecimientos y situaciones, que se funda en un patrimonio intelectual y moral común, el cual contiene el saber acrisolado, las autoridades y opiniones acreditadas, los enfoques y puntos de vista admitidos y, en general, todo lo que se considera aceptable para cualquier sujeto prudente y razonable[4]. El sentido común es un modo de “sentir”, de pensar y juzgar, que se basa en una tradición. Es, por tanto, una especie de forma mentis que se configura socialmente. “El sensus communis –dice Gadamer– es un momento del ser ciudadano y ético”[5].
(...) Cuál sea una buena razón, cuál valga como argumento, premisa o punto de vista, depende de cómo se entienda el contexto de la argumentación, pues es como miembro de ese contexto social, y no en cuanto puro y abstracto individuo, como el sujeto ejerce la argumentación[6].
El conocimiento jurídico necesita estar inserto en una tradición, a la que pertenecen los recursos que hacen posible la argumentación: prejuicios, lugares, autoridades, normas, autocomprensión colectiva y personal. Pero el pensamiento racionalista e ilustrado pretendió cortar ese vínculo con la tradición, intentando convertir el conocimiento jurídico –y, en general, el conocimiento argumentativo– en un conocimiento axiomático y demostrativo, dotado de unos principios y de unos criterios de racionalidad, tan claros y evidentes que todo ser racional pudiera reconocerlos y deducir a partir de ellos[1]. El proyecto era emancipar la razón de la tradición, convirtiendo todo ejercicio de la razón en el logro de una perfecta objetividad, de un conocimiento sin supuestos, autotransparente, que pudiera avanzar con todo rigor y seguridad a partir de un comienzo absoluto, libre de todo prejuicio.
[1] STh., I-II, q. 96, a. 6, ad. 3.
[2] Alfredo Cruz Prados, Deseo y verificación, op. cit., pp. 469-470.
[3]Juan Antonio García Amado, op. cit., p. 185; Alasdair MacIntyre, Justicia y racionalidad, op. cit., p. 78.
[4] Chaïm Perelman, La lógica jurídica…, op. cit., p. 155; Chaïm Perelman y Lucie OlbrechtsTyteca, op. cit., pp. 119-144 y 168; Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, op. cit., pp. 50-57; Alasdair MacIntyre, Justicia y racionalidad, op. cit., p. 70.
[5] Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, op. cit., p. 63.
[6] Alasdair MacIntyre, Justicia y racionalidad, op. cit., pp. 57 y 307.
[7] Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, op. cit., pp. 50-57; Alasdair MacIntyre, Justicia y racionalidad, op. cit., pp. 179 y 315.