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La crisis del debate parlamentario: suprime el diálogo, y se convierte en un mercado de intereses contrapuestos (yo te doy esto si tú... me apruebas eso)

Imagen de Unsplash

p. 430 La actual crisis del parlamentarismo –señalada por muchos– consiste en la pérdida de la capacidad deliberativa de la institución parlamentaria, en la desaparición de las condiciones institucionales que pueden hacer del parlamento una verdadera cámara de deliberación. Con frecuencia se ha denunciado la progresiva mercantilización que ha sufrido el parlamento en la mayoría de las democracias modernas. Efectivamente, el parlamento parece adoptar los rasgos del mercado, cuando se convierte en un ámbito para la libre concurrencia de intereses y opiniones particulares, cuyo resultado final es confiado por completo a procesos cuantitativos. El recurso inmediato y exclusivo a la votación, que, por sí sola, lo único que puede producir es la prevalencia de una voluntad particular sobre las otras, sustituye a la deliberación política, que constituye el método para trascender las voluntades particulares y determinar una auténtica voluntad popular, una voluntad que es fruto del mismo diálogo público.

La mercantilización del parlamento significa, en el fondo, una renuncia a la eficacia de la racionalidad práctica, a la posibilidad de que mediante el diálogo racional se logre alcanzar respuestas prácticas más acertadas y valiosas que un mero resultado estadístico. Con esta renuncia, el parlamento está desistiendo de llevar a cabo el cometido que constituye su razón de ser y su sentido: hacer posible la deliberación pública como modo de configurar públicamente las decisiones políticas, es decir, hacer posible lo que, inmediatamente, el pueblo no puede realizar. El parlamento está renunciando a su función específica, a lo que sólo él puede llevar a cabo, y se está limitando a realizar lo que, en principio, el pueblo mismo podría también efectuar: decidir, por simple cómputo de votos –de preferencias privadas–, el triunfo de una voluntad particular sobre el resto de las propuestas. Otorgar prevalencia a una de las voluntades particulares y previamente determinadas es algo muy diferente de alcanzar, desde una pluralidad de esas voluntades, una voluntad consecuente y deliberada. Un parlamento que se reduce a ser una cámara de cuantificación pública, pone en cuestión su misma función representativa: ciertamente, puede entenderse que representa al pueblo, como pura mímesis de éste en miniatura    – como un referéndum a escala reducida–, pero entonces no queda claro cuál es la aportación política que procede de esa reducción de escala.


A un parlamento con estas características, nadie acude, en verdad, para llevar a cabo un ejercicio de persuasión: para convencer a otros y para dejarse convencer por otros. No es extraño el progresivo deterioro sufrido por la retórica parlamentaria: nadie cultiva lo que no es necesario, lo que no dispone de ocasiones para ser practicado. En la actualidad, el debate político oscila habitualmente entre la propaganda y la votación, entre la seducción y la aritmética, quedando entre ambas un momento que no es el de la deliberación y persuasión pública, sino el destinado a la mera negociación, frecuentemente solapada.


Cuando el cómputo de votos es utilizado para sustituir y eludir la deliberación, el principio de mayoría está actuando como una fórmula para sublimar lo privado y particular en público y general: para elevar directamente una voluntad determinada antes del debate parlamentario a la condición de ley, de medida de lo público y común. La ley que es resultado de un puro y exclusivo procedimiento aritmético, sólo puede contener el interés privado mayoritario. Aunque sea mayoritaria, una voluntad privada sigue siendo privada; y lo que legitima que una voluntad prevalezca sobre otras, es el carácter público de la primera y el carácter privado de las segundas. Sólo una voluntad que es fruto del trascendimiento de otras voluntades puede imponerse sobre éstas, precisamente porque las trasciende.


Ver también Para que se dé una auténtica deliberación es preciso que respete dos límites: lo que es aceptado unánimemente por los deliberantes , y la conciencia de estar formando una misma comunidad y por la intención de preservarlas



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