p. 334 La ley o determinación política, como definición de lo común, precede a la ley jurídica como definición de lo justo, de lo que corresponde como derecho y del sujeto a quien corresponde. Podemos decir que lo político es condición de lo jurídico, en el sentido de que la definición del ser, de lo que somos en común, es condición de la definición del corresponder, de lo que en consecuencia es propio de cada uno. La constitución de las instituciones –de la polis como institución de instituciones– es el fundamento de la determinación de las atribuciones. Por tanto, la determinación política –de suyo y en sentido absoluto– no depende de razones jurídicas, sino de razones políticas: de razones que se refieren al bien común político. Esa determinación no es materia de la justicia, sino de la prudencia.
Para que exista orden jurídico es necesario que exista orden político. La existencia de orden político significa que lo común posee una definición estable y habitual, que está configurado y articulado mediante instituciones y formas dotadas de firmeza, consistencia y duración. Como en cualquier otro ámbito, en lo político, el orden implica la limitación del cambio y la imposición de restricciones sobre la discrecionalidad de la decisión acerca del contenido ordenado. El orden político supone, pues, la autolimitación del poder político: la autolimitación de la capacidad para decidir sobre la definición del contenido común de la polis. Esta estabilidad y firmeza de la definición de lo común es lo que hace posible que las atribuciones de lo que a cada uno corresponde como propio, como participación en lo común, puedan estar dotadas también de estabilidad y firmeza, y no sean atribuciones en perpetua precariedad. El orden político es lo que permite que lo jurídico constituya también un orden. Sólo si la medida de lo común es clara, estable y coherente, la medida de lo propio, del derecho, puede serlo también.
Pero –insistamos una vez más– el orden político no consiste en el sometimiento de lo político al orden jurídico, sino que consiste en la ordenación de lo político, en hacer de lo político un orden: un orden que, por ser orden, no deja de ser político. Lo común no puede ser ordenado mediante la medida de lo propio. Esta medida carece de definición y orden mientras lo común no esté definido y ordenado.
p. 332-333 La ley que se refiere al bien común político, que define el contenido común de la polis, es una ley política. El cometido de esta ley no es llevar a cabo una atribución; no es determinar la medida de lo propio para alguien; es, efectivamente, organizar la polis, definir sus órganos o instituciones, articular el orden político. Su misión es, en definitiva, determinar y articular la medida de lo común que la polis representa. Las leyes o disposiciones que establecen que la polis cuente con un Parlamento uni o bicameral; que el número de parlamentarios sea uno u otro; que la polis esté dividida en un número mayor o menor de unidades territoriales; que existan más o menos prestaciones o servicios públicos; que la red pública de carreteras sea mayor o menor, de un tipo o de otro, etc., son leyes o disposiciones políticas, cuyo contenido no es juzgable en términos de justicia. No se puede decir que lo que esas leyes determinan sea más o menos justo – por ejemplo, que el Parlamento tenga una o dos cámaras, o que la sanidad sea pública o no– porque lo que esas leyes determinan –el contenido de lo común– es previo y condición respecto del juicio acerca de lo justo: acerca del derecho, de lo suyo o propio que corresponde a cada uno de los que participan del bien común de la polis. Sin determinar qué poseemos –qué podemos poseer– en común o políticamente, no es posible saber qué es lo justo o el derecho de cada uno: qué nos corresponde o debemos tener jurídicamente.
En principio, cabe sostener –siguiendo un ejemplo que Dworkin utiliza, y que expresa la postura de los partidarios de la llamada discriminación positiva– que no es injusto admitir en la universidad a algunos individuos pertenecientes a minorías raciales, aunque éstos posean peores calificaciones o aptitudes que las exigidas en general. No es injusto porque nadie puede exigir individualmente que la universidad valore unas cualidades o características, y no otras, y, por tanto, nadie tiene a priori derecho a ser admitido. Este derecho es siempre algo concedido, y su concesión o atribución depende de las características que se tomen en consideración. Cuáles sean estas características o cualidades dependerá del fin social que, colectivamente, nos propongamos alcanzar con la institución universitaria, y este fin puede ser la integración social de ciertas minorías.
Esto es sostenible siempre y cuando se ponga el acento en este último punto: en la necesidad de determinar colectivamente el fin de la institución universitaria –de definir en qué consiste esa institución, como realidad común–, para poder reconocer después a quién corresponde, como lo suyo o su derecho, el ser admitido en esa institución. Puede que sea discutible que a la universidad le corresponda como fin –al menos, como fin principal– algo distinto de la docencia y la investigación, y que una institución concebida para proporcionar integración social, y no ciencia, pueda ser llamada "universidad". Pero esta discusión será una discusión política; no, jurídica; será una discusión acerca de la forma de lo común, y no sobre la medida de lo propio; y cualquier decisión que se tome acerca de ello, consistirá en una disposición o ley política. Una vez más, nos topamos con la inevitable realidad de que cuando se pretende estar hablando sólo de derechos, en realidad, lo que se está haciendo es ocultar la toma de decisiones políticas sobre la consistencia de bienes colectivos, ya que no es posible tratar acerca de derechos sin haber definido antes el contenido de lo común.
Que la universidad persiga o no la integración social de minorías en desventaja –y, en general, que una institución tenga una función u otra– no es una cuestión de justicia. No se puede decir que una definición de la universidad como institución sea más justa o menos justa: esa definición puede ser más o menos adecuada a las necesidades de una sociedad; puede ser más o menos acertada, eficaz o fructuosa de cara a la mejora colectiva de esa sociedad, pero, en sí misma, no es mensurable en términos de derechos. La ley política, la ley que se refiere al bien común de la polis, que lo organiza y define, no es objeto de la justicia, sino de la prudencia: en concreto, de la prudencia política.