p. 176 en sentido estricto y radical, no es posible amar a otro, ni deleitarse en el bien ajeno. El amor a sí mismo es el amor primero y natural – necesario–, y es la raíz y la forma del amor a los demás. El amor a cualquier otro surge como proyección y expansión del amor propio, y consiste en amar al otro con el amor a sí mismo, es decir, en incluir al otro en el amor propio, que, de esta manera, se expande sin cambiar de forma. Hacer al otro objeto del amor a uno mismo, es convertir al otro en parte de uno mismo y, por tanto, hacer que deje de ser verdaderamente otro. Expandir nuestro amor propio es expandir nuestro propio yo. En esto consiste amar a los demás; en esto consiste la amistad. Quien no se amara a sí mismo, quien se aborreciera realmente, no podría amar a nadie.
Lo mismo cabe decir con respecto al bien. Sólo es posible apetecer o gustar el bien propio, pues algo es bueno en tanto que nos beneficia, y en esa medida es apetecible y deleitable. Para un sujeto, no es un bien –no es apetecible ni deleitable– aquello cuyo efecto benefactor no es experimentable de algún modo por ese sujeto. Un bien verdaderamente ajeno no es un bien: no nos beneficia de ningún modo. Esa cosa, realidad o entidad no es cognoscible como bien, no es apetecible. Todo bien, para ser tal, para ser amable, tiene que ser, de algún modo, bien propio. Por lo tanto, amamos el bien de los demás en la medida en que ese bien se ha convertido en nuestro, en tanto en cuanto nos hemos apropiado de él. Es fácil ver que el bien del otro deja de ser ajeno en la medida en que el otro deja de ser otro. La fusión del otro en mi propio yo hace indiscernibles el bien de uno y de otro, que, en verdad, es uno y el mismo bien.