p. 252 Sin un patrimonio común –sin un mundo, un orden y un bien comunes– no puede haber reparto o distribución[1], por lo que los derechos naturales nada tienen que ver con la concepción realista del derecho, como cosa atribuida y ajustada a un sujeto, que es la concepción del derecho en que se apoya el iusnaturalismo clásico. Afirmar que la existencia de lo justo natural significa que existen cosas atribuidas al hombre en virtud de lo que le es natural, de factores o dimensiones propias de su mismo ser[2], es una especie de amalgama de dos iusnaturalismos que, en verdad, son inconciliables. Las cosas sólo son atribuibles como partes de un orden común, y los individuos sólo son sujetos de atribuciones en cuanto partícipes –en cuanto que toman parte– de un orden común, y ser partícipe de un orden común significa no ser un puro individuo. Este orden común ha de ser un orden real y concreto para que las cosas atribuidas sean cosas, también, reales y concretas; y para ser real y concreto, este orden ha de ser obra humana, ha de ser histórico y político. Y, lógicamente, es este orden común, con su realidad y concreción, lo que resulta decisivo en la determinación del criterio de distribución. No es pura materia de distribución, sino también razón o fin de la distribución y, por ello mismo, factor decisivo de la forma de la distribución. Para que sea posible atribuir al ser humano algo real –y atribuírselo significa que no se trata de algo que posee ya, de facto, por su pura constitución ontológica–, hace falta que el ser humano no cuente como mero individuo, y que él mismo no cuente sólo con su dotación individual y ontológica.

[1] Ibid., p. 205. 

[2] Javier Hervada, ¿Qué es el derecho?, op. cit., p. 87.