[El derecho a la vida es más pleno e íntegro cuando incluye a facultad de ponerle fin cuando uno quiera. El derecho a la vida es el derecho a decidir cuánto tiempo quiere vivir cada uno]
p. 286 Así parece pensar, por ejemplo, Atienza. En su opinión, tener derecho a la vida es tener derecho a vivir o a morir. Esto no le impide reconocer que el derecho a la vida no es sólo un derecho negativo o de libertad, que solamente exija la no interferencia por parte del Estado, sino que es un derecho que tiene un contenido de protección positiva, que exige la intervención positiva del Estado para proteger el bien que es objeto de dicho derecho. Pero que se trate de un derecho con contenido positivo no implica que se trate de un “derecho-deber”, como el derecho a la educación, por ejemplo: el derecho a que el Estado ponga unos medios, ligado al deber de hacer uso de esos medios. El deber del Estado, y de cualquier ciudadano, de procurar la preservación de la vida de un individuo, es una forma de solidaridad si éste desea vivir, es decir, si desea el bien que le procuramos[1].
[Sin embargo, el Estado está decidiendo en qué condiciones cada uno puede renunciar a su propia vida, y esto es incoherente con el fundamento del derecho liberal a decidir sobre la propia vida]: p. 289 No es, por tanto, la autonomía individual, el dominio sobre uno mismo, o el derecho a la vida, lo que está siendo desarrollado y reconocido en su integridad, al legalizar la eutanasia. Con esta legalización, lo que se está haciendo es otorgar al Estado –que el Estado se otorgue a sí mismo– una competencia que antes no tenía: la competencia para dictaminar en qué condiciones la vida humana es, de suyo, desestimable, y en qué situaciones, por tanto, el deseo de morir de una persona es razonable y digno de ser satisfecho. Establecer unos supuestos para la legalidad de la eutanasia, es juzgar –a priori y con independencia de cuáles puedan ser las preferencias reales de los individuos– que determinadas situaciones vitales, de suyo y objetivamente, privan de todo valor y sentido a la vida de una persona, y que por eso es lógico que una persona, en alguna de esas situaciones, solicite dejar de vivir, y es lícito y racional procurar su muerte. La valoración de esas situaciones como objetivamente privativas del valor de la vida humana, precede a la valoración subjetiva de cualquiera de ellas por parte de la persona que la experimenta, y constituye, por tanto, el criterio para valorar –para admitir o desestimar– la solicitud de una persona de que se ponga fin a su vida subjetivamente carente de valor. Esto hace profundamente fácil, previsible y explicable que, paulatinamente, la valoración subjetiva y la solicitud voluntaria del afectado puedan ir perdiendo importancia como requisito para practicar la eutanasia, y que la valoración objetiva de esas situaciones conduzca a sustituir la petición expresa del afectado por la suposición de una petición implícita en quien se encuentre en alguna de esas situaciones.
[1] Manuel Atienza, Tras la justicia. Una introducción al derecho y al razonamiento jurídico, Ariel, Barcelona, 1993, pp. 103, 133 y 134. nuel Atienza. p. 286: