p. 298 Los derechos naturales son un patrimonio que el individuo posee al margen de la sociedad, y que, por lo tanto, puede ejercer al margen e, incluso, en perjuicio de ella, puesto que esos derechos son, de suyo, una defensa del individuo frente a la sociedad. Esto implica –como señala Atienza en relación al planteamiento de Dworkin– que, por lo que respecta a estos derechos, no es posible el abuso de derecho: no cabe calificar de abusivo un ejercicio de estos derechos que comporte un perjuicio social, pues se trata precisamente de derechos que, no sólo carecen de toda finalidad social, sino que su finalidad es prevalecer sobre cualquier propósito social[1].
Si entre los derechos naturales se encuentran, no sólo derechos negativos o de libertad, sino también derechos de contenido positivo, como los derechos económicos y sociales, que implican una intervención positiva por parte del Estado, estos derechos naturales constituyen una restricción a la capacidad del Estado para perseguir objetivos sociales, en el sentido de que dichos derechos están determinando de antemano cuáles han de ser los objetivos que se persigan en primer lugar y por encima de todo. Con sus derechos naturales, el individuo triunfa frente a la persecución del bien común, no sólo poniendo freno a esta persecución, sino también imponiendo a ésta una dirección que prevalece sobre cualquier otra que pudiera tener más interés para la sociedad.
[1] Manuel Atienza, op. cit., p. 108.