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Comprender los derechos fundamentales como formas de participación en el bien común político. La propuesta de Alfredo Cruz

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p. 302-304 Pero nada de esto exige como fundamento lo sostenido por la teoría de los derechos naturales. Esta manera de entender los derechos fundamentales pone de manifiesto que estos derechos no necesitan ser pensados como mera positivación de unas prerrogativas prepolíticas del individuo frente a la capacidad de la polis para promover su bien común. Los derechos fundamentales –al igual que todos los demás– pueden ser entendidos como formas de participación en el bien común político. Lo distintivo de estos derechos es que constituyen la manera de participar en aquellos aspectos o contenidos del bien común que la tradición y cultura política de una sociedad considera fundamentales, especialmente valiosos y dignos de protección. Por esto, lo referente a esos aspectos es extraído, y relativamente independizado, de la deliberación y gestión ordinarias sobre los asuntos comunes[1].

El sentido de estos derechos no es hacer prevalecer al individuo frente a los intentos de mejora por parte de la sociedad. Su sentido es proteger contenidos del bien común ya logrados y especialmente valorados por la sociedad, frente al peligro de subordinar ese patrimonio común al intento de conseguir nuevas metas, que pueden parecer más importantes o apremiantes en una determinada coyuntura. Con los derechos fundamentales, no es el individuo el que está poniendo freno a su socialización o participación en la sociedad –al hecho de ser y tener parte en ella–, sino que es la sociedad la que está prefiriendo proteger una parte de ella misma, de lo que es y de lo que tiene, antes que contar con una forma más ágil y expeditiva de buscar avances en otros aspectos de ella misma.


Reconociendo unos derechos fundamentales, una sociedad está estableciendo el modo de perseguir fines comunes que corresponde a dicha sociedad, es decir, está determinando cuál es el modo de procurar el bien común, que permite que ella misma, como sociedad, siga siendo fundamentalmente la misma. Esta persistencia de la sociedad, bajo el dinamismo de sus decisiones políticas, es lo que justifica que se pueda aceptar que estas decisiones sean finalmente las apoyadas por la mayoría de los ciudadanos. Sólo tiene sentido dejar en manos de la mayoría la evolución de nuestra sociedad, si los cambios que esta evolución puede traer se encuentran dentro de unos límites. Así como al limitar la discrecionalidad de la decisión judicial, mediante el principio de legalidad, optamos por un valor –la seguridad jurídica– aun al precio de limitar las posibilidades de una perfecta jurisprudencia, de una justicia atenta rigurosamente a lo particular, de manera semejante, al limitar la decisión política, mediante los derechos fundamentales, optamos por conservar unos contenidos del bien común, aun a costa de limitar nuestras posibilidades de lograr otros. Tanto en lo jurídico como en lo político, los condicionamientos formales de la decisión expresan necesariamente preferencias materiales.


Pero entender así los derechos fundamentales –que es, en el fondo, como podría entenderlos Burke– implica que cuáles puedan ser estos derechos depende de cuál sea la sociedad: de cuáles sean los contenidos reales de su patrimonio colectivo, y de cuáles puedan ser sus preferencias más razonables. La diferencia entre una concepción de los derechos fundamentales vinculada a la doctrina de los derechos naturales, y una concepción de esos derechos independiente de esta doctrina, reside en que, en esta segunda concepción, los derechos fundamentales no admiten una determinación a priori, uniforme y universal. En esta concepción, los derechos fundamentales son tales por ser especialmente resistentes a la acción del poder, siendo esta especial resistencia el reflejo y el medio de la resistencia de la sociedad a perder una parte de su patrimonio e identidad, pero no son derechos fundamentales por corresponder, pretendidamente, a necesidades básicas y universales del ser humano. Entendidos de esta manera, los derechos fundamentales son incompatibles con cualquier pretensión de fijar normativamente cuáles han de ser estos derechos en toda sociedad; y a la luz de este modo de entenderlos, cualquier pretensión de ese tipo aparece claramente desenmascarada como la pretensión de que toda sociedad se haga semejante a las sociedades de un determinado tipo. 



[1] Alfredo Cruz Prados, Ethos y Polis, op. cit., p. 358. 

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