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La ley como instrumento auxiliar útil en la determinación de lo justo

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p. 388 En el seno del conocimiento jurídico, que es conocimiento tópico-dialéctico, la ley tiene sentido en cuanto recurso que, ordinariamente, facilita el éxito de este conocimiento. Esta contribución es llevada a cabo por la ley interviniendo en el proceso cognoscitivo de una doble manera. Por una parte, la ley limita lo que cabe tener en cuenta, lo incorporable al razonamiento, el campo de visión correspondiente al sujeto argumentador. La ley restringe la discrecionalidad del razonamiento judicial, y esta restricción significa restringir las posibilidades de la tópica utilizable. La ley autoriza al juez a juzgar con una cierta parcialidad, a no prestar atención a razones y circunstancias que existen ciertamente en el caso, y que, de suyo, podrían ser tenidas en cuenta[1]. Y esta autorización comporta otra forma de limitación del razonamiento: la norma abrevia y simplifica la argumentación o justificación de la sentencia, pues exime de la necesidad de remontarse hasta los principios y factores reales que son la razón de ser de la norma[2]. La autoridad de la norma descarga al juez de tener que considerar todo lo considerable y de tener que argumentar todo lo argumentable.


Por otra parte, la ley interviene en el proceso cognoscitivo o de búsqueda del derecho, enriqueciendo este proceso con la sabiduría acumulada y objetivada que la misma ley representa. La ley recoge los logros del conocimiento jurídico anterior, que quizá fue un conocimiento llevado a cabo de manera más discrecional y tópica que el conocimiento que la misma ley se propone regular ahora. Mediante el saber encerrado en ella, la ley compensa las posibles, y frecuentes, deficiencias cognoscitivas del juez, y habilita a éste para alcanzar un resultado que quizá no está al alcance de su personal competencia. Esta es la primera y más fundamental razón para el establecimiento de normas que regulen el conocimiento jurídico, la jurisprudencia. Para Aristóteles, la razón que hace conveniente la existencia de leyes que delimiten y sometan las competencias de los jueces es el hecho de que no abundan los sabios y prudentes, y de que el juicio sobre lo particular y presente está más expuesto al influjo de la pasión y el interés[3]. La misma idea aparece en Tomás de Aquino[4].


En el fondo, esta segunda forma de intervención por parte de la ley en el conocimiento jurídico, es condición y fundamento de la primera. Si la ley somete a restricciones al proceso cognoscitivo, es por lo que ella misma aporta a este proceso. La autoridad de la ley para limitar las posibilidades y requerimientos del razonamiento jurídico, no es disociable de la autoridad cognoscitiva o sapiencial de la misma ley. Ocurre con la ley, en el conocimiento jurídico, algo similar a lo que ocurre con las “autoridades” en el conocimiento dialéctico en general. En el debate dialéctico, en el que no se cuenta con premisas ciertas e incuestionables, es de especial valor invocar el parecer de las mentes más y por más tiempo acreditadas, y traer a colación las opiniones admitidas por todos o, al menos, por los mejores (éndoxa)[5]. Pero la apelación a las autoridades, a las sentencias más autorizadas, tiene la doble e indisociable función de aportar lo mejor del saber acumulado y, al mismo tiempo, de presentar un límite válido para la argumentación, una referencia o apoyatura más allá de la cual ya no es necesario remontarse. Las autoridades son autoridades porque revisten de autoridad sus juicios y porque nos autorizan a no ir más allá de éstos. En el fondo, la ley actúa en el conocimiento jurídico como una autoridad dotada de una fuerza especial e institucional.


[1] Joseph Raz, Razón práctica y normas, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, pp. 89 y 165. 

[2] Arthur Kaufmann y Winfried Hassemer, op. cit., p. 206. 

[3] Retórica, 1354b. 

[4] STh., I-II, q. 95, a. 1, ad. 2 y 3. 

[5] Alejandro Vigo, op. cit., p. 54; Wilhelm Hennis, op. cit., pp. 130-131. 

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