p. 270 para que la dignidad sea una cualidad que se expresa en derechos concretos, que dispone de una medida reconocible de su respeto o falta de respeto, la dignidad ha de ser entendida, no como autonomía o autopropiedad del individuo, sino como incorporación y participación en lo común por parte del individuo, que, de esta manera, trasciende su condición de individuo y alcanza su condición –concreta y práctica– de persona: es alguien –no algo– con otros y ante otros. Lo que dota de dignidad al ser humano no es lo que tiene y puede como individuo, y la afirmación de su dignidad no es la defensa y la consagración de su condición individual frente a cualquier intento de socializarlo. La razón de la dignidad del hombre reside en su capacidad de trascender su individualidad, de ser algo más que mero individuo, y convertirse en copartícipe de un bien común, en sujeto de un bien que es superior al bien del que es capaz de ser sujeto como mero individuo. Pero, a su vez, esta misma capacidad, como capacidad efectiva, el hombre la posee sólo en sociedad. Recordemos la sentencia de Aristóteles: “lo que podemos con nuestros amigos es como si lo pudiésemos por nosotros mismos”. Esto es lo propio de un ser naturalmente social. A un ser humano, lo que se le debe primera y fundamentalmente es sociedad. Respetar su dignidad no es preservar su individualidad soberana, sino incorporarlo a la sociedad, acogerlo entre nosotros, para hacer efectiva su capacidad de trascender su muda individualidad, de tener un papel relevante entre nosotros. Esto es lo que significa no instrumentalizarlo: no ponerlo al servicio de un “nosotros” ajeno a él[1].
[Por tanto, no tiene sentido entender la dignidad como opuesta a la sociabilidad]
Siendo el hombre un ser social, no tiene sentido entender su dignidad como opuesta a su socialidad, como una cualidad del ser humano que constituye un límite a su socialización, al despliegue y realización de su natural sociabilidad. “La dimensión social –afirma Hervada– es una dimensión de la persona humana, que no la abarca totalmente. La persona permanece como ser autónomo”[1]. Pero afirmar esto supone estar entendiendo la dignidad humana en términos de autonomía individual, y supone estar concibiendo al hombre como un ser intrínsecamente problemático o contradictorio, al predicar de él, como esenciales, dos rasgos constitutivamente conflictivos. Si la dignidad de la persona –su autonomía– pone un límite a su condición social, el desarrollo de esta condición recorta la dignidad humana. Pero, entonces, no puede decirse del hombre, que sea social por naturaleza. Si la naturaleza humana hace al hombre, al mismo tiempo, social y dotado de dignidad, el desarrollo de una cualidad no puede ser contradictorio con el desarrollo de la otra.
Es necesario concebir la dignidad humana de un modo que sea concorde y coherente con la sociabilidad natural, de manera que la plenitud de una de estas cualidades comporte la plenitud de la otra. Entendida como trascendencia de la individualidad, la dignidad no es incompatible con la condición de parte del todo social. Al contrario, la dignidad radica en la perfección con la que el hombre es capaz de ser parte de la sociedad, y esta perfección consiste en ser partícipe de ella de manera verdaderamente personal: con nombre y acción propios. Como dice Millán-Puelles, “la dignidad de la persona humana se puede definir, en íntima unidad con la condición social del hombre, como la facultad que en éste existe de ejercer la libre iniciativa en los asuntos de la vida pública”[2].
La dignidad que corresponde al ser humano en cuanto persona, no significa –como es característico del pensamiento liberal– emancipación de la sociedad y plenitud de la autonomía individual; significa, por el contrario, emancipación de la individualidad e incorporación a la sociedad. Es incorporándose a la sociedad, haciéndose ciudadano, como el hombre se emancipa de la condición estrecha, trivial y anónima de individuo. Y es en cuanto incorporación a la sociedad, en cuanto participación plena en una realidad común (res in commune, res publica) como la dignidad humana puede traducirse en un conjunto reconocible de derechos, pues estos derechos no son otra cosa que la concreción y materialización de esa participación. Pero esto implica, finalmente, que cuáles sean esos derechos dependerá de cuál sea esa sociedad. Por ser la sociedad con la que el ser humano puede contar para trascender su mera individualidad, una sociedad siempre concreta, particular e histórica, los derechos en que se expresa la dignidad humana no pueden tener una determinación universal.
[1] Alfredo Cruz Prados, Ethos y Polis, op. cit., pp. 369-371.
[2] Javier Hervada, Lecciones propedéuticas…, op. cit., p. 446.
[3] Antonio Millán-Puelles, Sobre el hombre y la sociedad, Rialp, Madrid, 1976, p. 133.
p. 272 Hace falta, pues, un criterio para delimitar los actos legítimos de autonomía individual, las expresiones auténticas de la dignidad humana, los derechos que verdaderamente se derivan de esta dignidad y constituyen la medida de su respeto. Si este criterio, como estamos viendo, sólo puede proceder de algo distinto que la dignidad y el autodominio, la fuente de este criterio habrá de ser una realidad más valiosa que esas dos categorías, para poder poner límite a lo que, en principio y de suyo, se deprende de ellas. En verdad, la fuente de este criterio sólo puede ser el bien común de la polis, pero esto no puede ser admitido por una teoría individualista y liberal, como la teoría de los derechos naturales.
p. 305 La concepción del hombre que se encuentra implícita en la doctrina de los derechos humanos, es claramente individualista. El sujeto de estos derechos es un ser autónomo y soberano, que desde su individualidad hace constar imperativamente sus intereses y necesidades frente a la sociedad. La imagen del hombre que subyace a estos derechos no es la de un ser naturalmente social, sujeto de vínculos sociales que dan forma a la actualización práctica de su condición humana y que, por tanto, poseen una profunda significación moral. Esa imagen es la de un ser cuya plenitud –el bien humano– es externa y formalmente independiente de su pertenencia a una sociedad concreta, y para el que, por lo tanto, esta pertenencia no pasa de ser un simple accidente y un mero instrumento para facilitar materialmente esa plenitud[1].
[1] . Charles Taylor, op. cit., p. 55; A. Diemer, “Los fundamentos filosóficos de los derechos humanos desde una perspectiva europea”, en Paul Ricoeur et alt., op. cit., pp. 110-111.