p. 101 Así, el relato veterotestamentario sobre la creación del hombre, con sus interrogaciones y su esperanza, se transciende a sí mismo. Nos conduce al decreto divino por el que Dios quiso soportar nuestra desmesura, haciéndose El mismo a nuestra medida para así devolvernos nuestra identidad. La respuesta neotestamentaria sobre el relato del pecado original se encuentra resumida de un modo breve e impresionante en el himno prepaulino que Pablo ha introducido en el segundo capítulo de su Carta a los Filipenses. De ahí que la liturgia de la Iglesia haya situado con razón este texto en el punto central de la liturgia de la Cuaresma, el tiempo más santo del año eclesiástico. «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: El cual siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre, y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo Nombre. Para que al Nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Phil 2,5-11; cfr. Isaias 45,23)[1].
Este texto, extraordinariamente rico y profundo, no lo podemos examinar con detalle. Nos limitaremos en este caso a considerar su relación con la historia del pecado original al que claramente alude, aunque parece tener en cuenta una versión distinta de la que se nos narra en Génesis 3 (cfr. p. ej. Job 15,7 y ss.) . Jesucristo recorre a la inversa el camino de Adán. En oposición a Adán, El es realmente «como Dios». Pero este ser-como-Dios, la divinidad, es ser-hijo y así la relación es completa. «El hijo no hace nada desde sí mismo». Por eso, la verdadera divinidad no se aferra a su autonomía, a la infinitud de su capacidad y de su voluntad. Recorre el camino en sentido contrario: se convierte en la total dependencia, en el siervo. Y como no va por el camino de la fuerza, sino por el del amor, es capaz de descender hasta el engaño de Adán, hasta la muerte y poner en alto allí la verdad y dar la vida.
p.103 Por eso la Eucaristía como presencia de la Cruz es el verdadero árbol de la vida que está siempre en nuestro centro y nos invita a recibir el fruto de la verdadera vida. Esto significa que la Eucaristía nunca podrá ser una simple purificación comunitaria. Recibirla, comer del árbol de la vida significa, por eso, recibir al Señor crucificado, es decir, aceptar su forma de vida, su obediencia, su Sí, la medida de nuestro ser criaturas. Significa aceptar el amor de Dios que es nuestra verdad, aquella dependencia de Dios que no significa para nosotros determinación extraña, como tampoco para el hijo es la filiación una resolución extraña. Precisamente esta «dependencia» es libertad porque es Verdad y Amor.

RATZINGER, Joseph: Creación y pecado (sermones pronunciados en la Catedral de Munich en 1981), Eunsa, Pamplona 2005

[1] "Por mí mismo he jurado,
de mi boca ha salido con verdad
una palabra que no será revocada:
Que ante mí se doblará toda rodilla,
y toda lengua jurará lealtad."