Primera demostración:
Es cierto, y así lo percibimos por los sentidos, que en el mundo hay movimiento. Entendemos por movimiento el cambio de las cosas, o dicho con terminología clásica, el paso de la potencia al acto. Por ejemplo, la madera se mueve cuando es calentada por el fuego; una bola de billar se mueve porque es movida por el palo, y el palo se mueve porque es movido por el jugador...
Todo lo que se mueve, es movido por otro que posee en acto el fin hacia el cual mueve lo movido. Así, el fuego calienta la madera porque previamente el fuego está caliente; y el maestro enseña al discípulo lo que el maestro ya sabe. En definitiva, puesto que ningún ser puede darse a sí mismo lo que previamente no posee, la potencia no puede pasar al acto sino merced a quien posee previamente tal acto. Dicho con otras palabras, no es posible que una cosa sea a su vez principio y término de su propio cambio: uno no puede enseñarse a sí mismo algo que antes no sabía, ni la madera puede calentarse a sí misma. Por eso, todo lo que se mueve, necesita ser movido por otro. Incluso el mismo hombre, aun cuando actúa libremente, no es causa completa de su movimiento, pues sólo se mueve hacia aquello que apetece, y el hecho de apetecer es un fenómeno primario anterior a su propia voluntad: el hombre se encuentra orientado –no se orienta a sí mismo- hacia aquello por lo que se mueve.
Pero si cada cosa, para lograr un determinado estado mediante el movimiento, necesita de un "motor", de alguien o algo capaz de cambiarla hasta dicho estado, tal motor necesitará, a su vez, de otro motor que le actualice, y así sucesivamente. Pero como no podemos proceder indefinidamente en una cadena de motores sin llegar a un primer motor que nadie mueve, es necesario concluir que existe un primer motor que ponga en marcha todo movimiento. Y a este primer motor le llamamos Dios.
Segunda demostración:
Nos encontramos con que en el mundo sensible hay un orden de causas eficientes, esto es, de agentes que producen otros seres por medio de su acción. Por otra parte vemos que es imposible –y de hecho nunca sucede- que un ser sea causa eficiente de sí mismo: todos los seres reciben el ser de otro. Pero en el orden de las causas eficientes no es posible proceder indefinidamente de causa en causa sin llegar a una primera que nada ni nadie haya causado. Esta primera causa eficiente, no causada por nada ni por nadie, y de la que dependen todas las demás, es lo que llamamos Dios.
Tercera demostración
Nos encontramos con que en el mundo sensible ningún ser es absolutamente necesario, porque ninguno es completamente independiente del resto de la naturaleza, y por lo tanto, eterno –sin principio ni fin‑. En el mundo sensible todo puede existir o no existir. Por lo tanto, hubo algún momento en que nada existió. Pero si nada existió en algún momento, ¿cómo vino a la existencia? Si nada existía, es imposible que algo llegue a existir. Pero como evidentemente hay cosas que existen, es preciso reconocer la existencia de un ser necesario, eterno, que no dependa de ningún otro ser para existir. Y a este ser necesario, esto es completamente independiente y eterno, le llamamos Dios.
Cuarta demostración
La cuarta demostración se deduce de la jerarquía de valores que encontramos en las cosas. Vemos que hay cosas más o menos bellas, más o menos buenas, más o menos verdaderas, más o menos nobles. Y este más y menos se dice de las cosas en cuanto se aproximan más o menos a lo máximo. Así, más caliente se dice cuando se aproxima más a lo sumamente caliente que es el fuego; y más hermoso, cuando se aproxima a lo sumamente hermoso... Ha de haber algo, por lo tanto que tenga los valores en grado máximo. Y comoquiera que lo máximo en cualquier género se convierte en la causa de todo aquello que se encuentra bajo dicho género (así lo sumamente cálido es causa de todo lo que tiene calor...) del mismo modo hay algo sumamente valioso por lo que es valioso todo lo demás. Y aso sumo le llamamos Dios.
Quinta demostración
Vemos que hay cosas que no tienen conocimiento racional, como los astros, las piedras, las plantas, las aves, pero que obran por un fin. Esto se puede comprobar observando cómo siempre o casi siempre obran igual para conseguir lo mejor (por ejemplo, cómo las plantas echan raíces hacia las zonas más húmedas, o cómo se orientan hacia el sol para realizar la función clorofílica, o cómo los animales irracionales buscan siempre los climas más apropiados –hay aves que se migran miles quilómetros hacia las zonas mejores-, o cómo buscan, y encuentran, el alimento más apropiado para su organismo...) Vemos que el mundo tiene un orden, que las cosas no obran al azar, sino conforme a una intención previa. Las cosas que no tienen conocimiento no tienden al fin sin ser dirigidas por alguien con conocimiento e inteligencia. Como la flecha no se dirige sola hacia el blanco, sino es movida por el arquero, la naturaleza no se movería hacia sus propios bienes sino fuera movida por un ser inteligente. En definitiva, todo lo que se mueve en el mundo tiene un orden, un sentido, una dirección, congruente con la estructura de su ser y con la de los demás seres, y ese orden presupone una inteligencia que mueva, que esté moviendo, todas las cosas hacia su fin propio. A esa inteligencia ordenadora le llamamos Dios.