Aceprensa   5 de marzo de 2014

La intolerancia de una nueva ortodoxia.
Ignacio Aréchaga


Cuando cambian los valores sociales, acaba formándose una nueva ortodoxia. Y siempre surge la tentación de silenciar al discrepante. En esto la ortodoxia liberal que hoy predomina en Occidente no es más tolerante que las anteriores. Con el hostigamiento mediático o con presiones legales se intenta crear muchas veces un clima social en el que se considere inadmisible proponer la postura contraria.

Cuando estaban en minoría, los liberales apoyaban la cultura alternativa, que propugnaba modelos distintos a los entonces vigentes. Cualquier intento de silenciarlos hubiera sido denunciado como opresión y autoritarismo. Cabría esperar que mantuvieran esa actitud abierta y dialogante. Pero ahora que forman el establishment detestan que alguien se atreva a proponer cualquier alternativa a su propio credo.

Un tema tabú
Un modo de defender la propia hegemonía es retirar un tema del debate social. Cabría pensar que en una sociedad pluralista todo el mundo tiene derecho a exponer sus propias ideas y a luchar por ellas. Pero no. Basta ver las reacciones frente al intento del gobierno español actual de cambiar la ley del aborto, con la misma legitimidad con que la modificaron gobiernos anteriores.
Pero el intento de cambiar lo establecido es denunciado como un ataque a los derechos de las mujeres. No se quiere discutir si la ley ha producido demasiados abortos, ni si el feto es una vida humana, ni si está protegido por la ley, ni si hay otros modos de resolver un posible conflicto de derechos... Basta decir que es un derecho de la mujer. Las mujeres que están en contra no cuentan. El aborto se convierte así no ya en un derecho, sino en un tabú, que no puede ser motivo de debate.
Con las “fobias” no se discute
Otro expediente cómodo para no debatir es despachar las opiniones contrarias como “fobias”. Quien las sostiene padece un trastorno, una debilidad mental, que le lleva a adoptar una reacción irracional. Por lo tanto, no hay nada que discutir con él. Redefinir una idea como “fobia” cancela el debate.
Aunque no sean los únicos, quienes han hecho un arte de este recurso fácil son los movimientos gais. Incluso han conseguido que se aprueben leyes contra la “homofobia”, lo cual no deja de ser un contrasentido, pues si es una fobia patológica quien la sufre no es responsable de sus actos.
Pero el calificativo de “homófobo” no sirve solo para etiquetar a los grupúsculos radicales que maltratan o insultan a los homosexuales. Por extensión, se utiliza también para descalificar de antemano a quien se opone a algunas de las propuestas del movimiento gay. Si crees que el matrimonio y las uniones homosexuales no son la misma cosa, si defiendes que es mejor que un niño sea criado por un padre y una madre en vez de una pareja del mismo sexo, si tienes reservas morales hacia la conducta homosexual, es muy probable que tus ideas sean calificadas de “homófobas”.
Se frustra así cualquier posibilidad de debate y de entendimiento. Como ha escrito Frank Furedi: “El rechazo sistemático a tomarse en serio las capacidades mentales de los discrepantes es la apoteosis de la estrechez de mente. Cuando la gente se niega a someter sus razonamientos al escrutinio público, con la excusa de que quienes le llevan la contraria se mueven por el ‘odio’ o por una ‘fobia’, entonces difícilmente pueden clarificarse los asuntos en discusión y la verdad permanece oculta. Acabamos así metidos de lleno en la debatefobia”.
A Furedi estas acusaciones de “fobias” le recuerdan el modo de proceder en la antigua URSS, donde algunos disidentes eran recluidos en psiquiátricos. En vez de la reclusión, en la sociedad actual se recurre a estigmatizarlos y a imponerles diversas formas de inhabilitación cultural y social. No deja de ser curioso que los mismos que presionaron para que la homosexualidad no fuera considerada una enfermedad psiquiátrica, se inventen ahora una “fobia” que supone descalificar la salud mental de otros.
Agite un eslogan
Un debate exige siempre argumentos y réplicas, matices y datos. Algo laborioso. Un modo de ahorrarse este trabajo es acuñar un eslogan que demoniza la postura contraria, y aborta la discusión. Por ejemplo, un intento de reforma de la gestión de un servicio del Estado de bienestar –la sanidad, la educación...– , abriéndolo a la competencia o modificando las condiciones laborales en que se presta, puede ser descarrilado al grito de “privatización”. De este modo el foco de la atención se centra en si alguna empresa privada va a ganar cuota de mercado, y no en si el ciudadano va a estar mejor servido y en si el servicio se prestará con un ahorro de costes.
Cuando se confronta el eslogan con la realidad, suele resultar malparado. Por ejemplo, aunque en España la enseñanza pública siempre ha sido mayoritaria y ha estado mejor financiada por el Estado que la privada concertada, a menudo los sindicatos claman contra la “privatización” de la enseñanza que, a su juicio, está procurando el gobierno –el nacional o los regionales, según quien mande–.
Sin embargo, las cifras nos dicen que la enseñanza pública en los niveles no universitarios pasó de englobar el 67,3% de los alumnos en el curso 2007-08 al 68,3% en el 2012-13. En la Universidad, el número de alumnos está en baja desde hace tres cursos, tanto por la reducción de la población joven como por los posibles efectos del encarecimiento de las tasas en la enseñanza pública. Pero también aquí resulta que las universidades privadas han experimentado un descenso mayor de alumnos de grado que las públicas. ¡Podrían clamar contra la “estatalización”!
Otro recurso para acallar al adversario es aplicarle un calificativo antes acuñado para descalificar a charlatanes. Así, el calificativo de “negacionista”, tradicionalmente utilizado para reprobar a los que contra toda evidencia han rechazado la realidad del Holocausto judío, se ha reciclado para incapacitar a los que ponen en duda lo que ha dado en llamarse “cambio climático”. Sin duda, no faltan pruebas de la alteración del clima por la actividad humana, pero también es verdad que hay opiniones variadas sobre la magnitud del cambio, sus consecuencias y el modo de afrontarlo. Pero en vez de entrar en este debate, se da por supuesto que el adversario es un “negacionista”, es decir, alguien que actúa de mala fe y con el que es inútil discutir.
Tú me odias
Otra variante para silenciar al adversario, incluso por la vía penal, es calificar sus palabras de “hate speech” o discurso del odio. El mero hecho de desaprobar el estilo de vida de un grupo o de discrepar públicamente de sus pretensiones, equivaldría a un comentario maligno, que solo puede estar movido por el odio. Invocando distintos motivos –racismo, sexismo, xenofobia, homofobia...– diversos grupos intentan que el Estado castigue no unas acciones sino unas palabras que dichos grupos consideran difamatorias.
Por ejemplo, la propuesta Lunacek, aprobada recientemente en el Parlamento Europeo como “Hoja de Ruta de la UE contra la homofobia y la discriminación por motivos de orientación sexual e identidad de género”, pide expresamente a los Estados “adoptar legislación penal que prohíba la incitación al odio por motivos de orientación sexual e identidad de género”.
Lo cual plantea el problema de definir qué es la incitación al odio, siempre y cuando no venga definida simplemente por los sentimientos del que se siente ofendido. Los que proponen penalizar el “discurso del odio” suelen invocar el daño social causado por la expresión de esas ideas racistas, sexistas... Pero la ley penal exige que el delito esté bien tipificado. La libertad de expresión y de conciencia, y la capacidad para actuar conforme a esas convicciones, no deben ser impedidas solo para que alguien no se sienta molesto por las críticas de otros.
Las sospechas sobre las verdaderas intenciones de los que invocan el “hate speech” se refuerzan cuando uno observa que suelen ser grupos que no tienen inconveniente en utilizar el lenguaje más virulento contra sus opositores o que recurren al activismo más intolerante, como el de las aguerridas activistas de Femen, en defensa de sus propias causas.

Modos de intimidar

La intimidación del adversario se manifiesta otras veces en amenazas de boicot a instituciones, empresas o intelectuales que mantienen opiniones contrarias a las que defiende un grupo. En estos casos se actúa conforme a la ley del embudo.

Esto se ha visto de modo muy gráfico en las campañas sobre el matrimonio gay en Estados Unidos. Si grandes magnates de Hollywood o si el fundador de Amazon, Jeff Bezos, donan millones de dólares para apoyar la causa del matrimonio gay, es muestra de su liberalidad progresista y nadie pondrá en duda su derecho a hacerlo.
Pero si Dan Cathy, dueño de la cadena de restaurantes Chick-fil-A, declara en una entrevista que la empresa apoya la familia tradicional y además resulta que ha dado apoyo financiero a organizaciones contrarias al matrimonio entre parejas del mismo sexo, grupos de activistas gais piden el boicot de sus restaurantes y los alcaldes de Chicago, Boston y San Francisco se apresuran a decir que la cadena no sería bien recibida en sus comunidades. Cathy dejó bien claro que, aunque ideológicamente sea contrario al matrimonio gay, su cadena jamás ha hecho ninguna discriminación por la orientación sexual ni entre sus empleados ni entre sus clientes.
Paradójicamente, los mismos que llaman al boicot por una cuestión ideológica gritan escandalizados por el hecho de que un fotógrafo, cristiano, no quiera hacer el reportaje fotográfico de una boda gay y le llevan ante los tribunales por discriminación. El pasado agosto, el Tribunal Supremo de Nuevo México multó a un pequeño negocio, Elane Photography, por negarse a hacer el reportaje de una boda de ese estilo. ¿Sería también discriminatorio si el fotógrafo se negara a hacer un reportaje para promocionar un circo que tiene espectáculos con animales, cuando resulta que el fotógrafo es contrario a tal práctica?
Cátedra menos libre
Pero los promotores del matrimonio gay ya no se conforman con menos que la adhesión incondicional. Esta actitud llega a poner en cuestión incluso la libertad de cátedra, cuando alguien se atreve a poner en duda la nueva ortodoxia. Así, los partidarios de la adopción por parejas del mismo sexo no se cansan de repetir que los niños criados en estas parejas no tienen ninguna desventaja respecto a los demás, y para eso aducen diversos estudios que serían el “consenso científico”.
Pero si un sociólogo como el estadounidense Mark Regnerus, de la Universidad de Texas, presenta una completa investigación que ofrece nuevas e importantes pruebas de las diferentes consecuencias que tiene en los hijos criarse en un hogar homosexual o en un hogar de madre y padre casados, entonces la libertad de cátedra deja de ser inviolable. Activistas gais calificaron sus conclusiones de “fraudulentas” y “difamatorias”, e incluso provocaron que un comité de la Universidad revisara la metodología del estudio, para concluir que no había incurrido en ninguna mala praxis (cfr. Aceprensa 28-06-2012).
Pero, en el afán de normalizar cualquier conducta sexual, la presión y el voluntarismo pueden sustituir a la evidencia científica. En esta línea, la citada resolución Lunacek pide a la Organización Mundial de la Salud “suprimir los trastornos de identidad de género de la lista de trastornos mentales y del comportamiento, y garantizar una reclasificación de dichos trastornos como trastornos no patológicos”. Ya no cuenta lo que diga la medicina sino lo que exija un lobby.

Lo dice la Iglesia
Un truco propio del laicismo integrista es rechazar de entrada un verdadero debate público sobre argumentos defendidos por ciudadanos creyentes o por la Iglesia católica. No es que se les pida que presenten argumentos que puedan ser compartidos en la esfera civil y política, en vez de razones de autoridad religiosa. Simplemente, se considera que sus argumentos están contaminados por su procedencia, de modo que admitirlos supondría rendirse a una “intromisión” de la Iglesia, o de los creyentes en general, que pretenden “imponer sus propias convicciones”. Con lo cual habría que dejar que solo el punto de vista “laico” se impusiera a todos.
En principio, en un debate cívico lo importante no son los motivos subjetivos por los que uno defiende una postura, sino las razones que ofrece. Pero el recurso fácil de denunciar la supuesta intromisión religiosa evita entrar a discutir si un argumento está bien fundado.
Hoy día el peligro es más bien que el Estado intente imponer a la Iglesia sus propias convicciones. Lo hemos visto en las recientes recomendaciones que ha hecho el Comité de la ONU de los Derechos del Niño, que, saliéndose de su cometido, ha aprovechado la ocasión para pedir que la Iglesia cambie su doctrina sobre el aborto, la homosexualidad y el acceso de los adolescentes a la anticoncepción. O cuando la Administración Obama, para implantar la reforma sanitaria, intenta imponer que el empleador cubra en su seguro médico determinados métodos anticonceptivos y el aborto, aunque eso repugne a sus convicciones.
Otras veces la intromisión estatal llega incluso al interior de la Iglesia. Cuando el Sínodo de la Iglesia de Inglaterra (anglicana) decidió en 2012 no aprobar, por el momento, la ordenación de mujeres obispo, hubo parlamentarios que no solo insistieron en que las mujeres debían ser obispos, sino que plantearon que el Parlamento obligase a la Iglesia a retomar el tema sin esperar al siguiente Sínodo.
Newspeak orwelliano
Una nueva ortodoxia exige también un nuevo lenguaje, o, mejor, un cambio de significado de las palabras. De este modo, en la línea del “newspeak” orwelliano, algunas palabras pasan a significar justo lo contrario de su sentido original.
Christina Odone, periodista, cuenta en el semanario New Statesman (14-01-2014) que cuando se estaba discutiendo en el Reino Unido la cuestión del matrimonio gay, la organización Christian Concern organizó un acto en la Law Society para debatir el tema, acto al que ella misma fue invitada. Pero pocos días antes, la Law Society les negó sus locales, aduciendo que podían expresarse opiniones contrarias al matrimonio entre personas del mismo sexo, lo cual iba contra su “política de diversidad”. El mismo rechazo y la misma excusa de la “política de diversidad” se repitió al intentar utilizar los salones del Queen Elizabeth II Conference Centre.
En suma, la invocación ritual al respeto a la “diversidad” y a la “inclusión”, puede servir para imponer el pensamiento único y excluir al que expresa una opinión diversa.
Y es que nunca ha sido fácil tolerar al disidente. La novedad actual es que, en nombre de la tolerancia, algunos gobiernos occidentales actúan de modo intolerante contra grupos que mantienen posiciones distintas a lo “políticamente correcto” del momento. Ha captado bien el cambio Michael Casey, sociólogo australiano, quien explica: “En su sentido genuino, la intolerancia sería negarse a respetar los derechos de otras personas, pero ahora se ha extendido a algo que de ninguna forma es intolerancia: el derecho a negarse a dar por buenas elecciones con las que no estamos de acuerdo. La ‘tolerancia intolerante’ pretende obligar, en nombre de la tolerancia, a admitir como buenos valores y prácticas con los que se discrepa”.
Tampoco importa mucho que la mayoría de la gente piense que la ley no debe respaldar esos valores y prácticas. Eso se ha visto muy claro en la ya larga batalla en EE.UU. respecto al matrimonio entre personas del mismo sexo. Hasta 2012, en 32 estados donde se había sometido a referéndum, siempre había perdido. Solo en 2012, en consultas coincidentes con las elecciones presidenciales, ganó por votación popular en tres estados (Maine, Maryland y Washington) por mayoría muy ajustadas. Pero no cualquier referéndum vale: si gano yo, es expresión de la voluntad popular; si ganan los otros, no se pueden aplastar los derechos de las minorías.
Por eso, los promotores del matrimonio gay han ido dando la batalla sobre todo en los tribunales federales y en el Tribunal Supremo para frustrar esa voluntad popular. En nombre de la democracia se puede hacer caso omiso de lo que vote el pueblo.
Esperemos que no se llegue al orwelliano “crimen de pensamiento”. Para no profundizar por ese camino, la nueva ortodoxia debería recordar lo que afirmaba Orwell en su prólogo a Animal Farm: “Si la libertad significa algo, significa el derecho de decir a los demás lo que no quieren oír”