p. 122 Es bien conocida la definición de ley que da Santo Tomás: la ley es la ordenación de la razón al bien común, dada por aquel que tiene a su cuidado la sociedad –por el príncipe o gobernante, dice en ocasiones–, y promulgada112. Siendo una ordenación, la ley es un acto de la razón, porque a la razón compete ordenar los medios al fin113. En el caso de la ley, los medios son las acciones de los que forman parte de la sociedad, y el fin el bien común de ésta. Mediante la ley, el gobernante ordena los actos de los ciudadanos al perfeccionamiento de la sociedad. La ley es, pues, una regla de conducta: es una regla o medida práctica que define, de manera pública y general, la conducta ciudadana que es positiva para la consecución y preservación del bien común de la polis.
La ley es pública en un doble sentido: es pública porque para ser ley ha de estar promulgada, es decir, ha de ser cognoscible por aquellos a los que afecta; y es pública porque forma parte de lo público, de lo que los ciudadanos comparten en cuanto pueblo. Y la ley es general en un doble sentido también: es general porque es dada para el conjunto o para una parte del conjunto de los ciudadanos, no para un ciudadano singular; y es general porque, a consecuencia de lo anterior, la ley dicta la conducta que es positiva en general, es decir la acción que se debe realizar en las condiciones y circunstancias ordinarias, que son las únicas que el legislador puede prever y tener en cuenta.
La ley se dicta –dice Santo Tomás– según lo que sucede ordinariamente114.
El bien común es el fin o razón de la ley: es la razón de la existencia de la ley, es la razón del contenido de ésta, y es la razón del cumplimiento de la misma. Si una ley es contraria al bien común –digamos mejor, si una pauta de conducta contraria al bien común es promulgada con la pretensión de que sea ley–, no es válida en verdad como ley, y no constituye, de suyo, una obligación moral. De manera similar, si en alguna circunstancia concreta el cumplimiento de una ley que, en general, fuera válida resultara perjudicial para el bien común, no sería obligatorio obedecerla según su letra o contenido expreso, sino sólo según el espíritu o intención que cabe suponerle. En ambos casos –y especialmente en el primero–, lo que haya de hacerse con respecto a la ley, no depende de esta misma, de lo que ella dice, sino de lo que sea conveniente para el bien común, considerado éste de manera directa e inmediata.
112. Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q 90, a 4 c.
113. Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q 90, a 1 c.
114. Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q 96, a 6, ad 3.