p. 104 Efectivamente, en aquellas sociedades, al intervenir políticamente en los asuntos religiosos, no se estaba haciendo otra cosa que intervenir políticamente en los asuntos públicos. La religión representaba una parte esencial del patrimonio colectivo del pueblo, un requisito y un rasgo definidor de la ciudadanía, y operaba como cimiento de la legitimidad y de la solidez del orden político. Lo que representaba un desafío para la religión, para su unidad y para su integridad doctrinal, constituía una amenaza para lo público, un enfrentamiento contra el orden político. En realidad, lo que, desde el punto de vista político, estaba en litigio en los conflictos religiosos, y lo que motivaba la intervención política en ellos, no era la verdad religiosa en sí misma considerada, como verdad acerca del destino ultraterreno del hombre, sino la verdad o validez del mismo orden político: de un orden político que incluía la religión entre lo más destacable del contenido de lo público. En nada se hubiera visto afectado un orden político así, por una novedad religiosa que fuera tan unánimemente acogida como la doctrina profesada hasta entonces.
La proclamación moderna de la tolerancia religiosa y de la libertad de conciencia, no significó, en verdad, la introducción de un nuevo valor político, de un criterio de acción política desconocido hasta entonces. Significó, sencillamente, la introducción de un cambio en el orden político, en la definición y articulación de la polis, aunque se tratara, ciertamente, de un cambio de enorme trascendencia. Este cambio consistió en una modificación sustancial y sin precedentes de la medida dada a la distinción entre lo público y lo privado: la religión pasó a formar parte de lo privado. A partir de este momento, dejaba de haber razón para intervenir políticamente en los asuntos y conflictos religiosos. En cierto sentido, también podríamos decir que, en el fondo, no cambiaba nada, porque continuaba y continúa siendo legítimo intervenir políticamente en lo religioso, en la medida en que así lo exigía la protección de los bienes públicos. En definitiva, lo que ocurría en épocas pasadas no era tan distinto y sorprendente, comparado con lo que ocurre hoy: entonces, como ahora, la acción política tenía como objeto directo lo público. Por esto, también en nuestros días hay modos de pensar, doctrinas o ideologías cuya sola difusión –al margen de los actos ilícitos que puedan motivar o no, que tienen su propia razón de delito –es perseguida legalmente, ya que tales ideas– y este es el supuesto obligado –contradicen el cuerpo doctrinal que ha sido erigido en patrimonio del pueblo, en ortodoxia pública.