p. 71 Como ha recordado MacIntyre, en la tradición moral aristotélica –y, en general, premoderna–, las virtudes no encuentran su lugar en la vida del hombre tomado como individuo, sino tomado como ciudadano, como partícipe de la vida de la sociedad. Las cualidades morales del hombre sólo son valorables por referencia a un proyecto común, es decir, sólo son juzgables como buenas o malas, como excelencias o defectos, en cuanto que esas cualidades favorecen o dificultan la realización de un bien común. Es la aspiración a un bien común –a un bien superior al simple bien individual de cada uno– lo que hace posible y necesario el disponer de un modo de valorar moralmente las disposiciones y aptitudes prácticas de los hombres83. Por esto, la separación moderna de la ética respecto de la política, el intento de concebir una ética completamente autónoma, ha conducido al formalismo o al dogmatismo: a vaciar de contenido la moral, o a mantener para ella un contenido –más o menos tradicional– que, en verdad, ya no es justificable racionalmente, porque todo intento de justificarlo nos llevaría inevitablemente al bien común y a la polis.
83. Alasdair MacIntyre, op. cit., pp. 190-192.
p. 78 En la misma medida en que son naturales, las virtudes humanas son virtudes políticas. Por ser el hombre naturalmente político, lo que le perfecciona con respecto a su naturaleza, le perfecciona con respecto a la polis.