[La distinción entre moral y derecho tampoco puede residir en que la primera se refiere a principios generales, a valores, mientras que la segunda es la determinación práctica, concreta, de esos valores en la vida social. En suma, el derecho se diferencia de la moral en su carácter institucional, concreto, en su posibilidad de ser determinados según las circunstancias por la autoridad pública. Los que sostienen esta diferenciación argumentan con la "paradoja de la irrelevancia", porque si el derecho prescribe lo mismo que la moral, el derecho sería irrelevante. De este modo piensan Hart, y en cierta manera también Juan Cianciardo y Juan Etcheverry. ]

[Ciertamente],
p. 154 (...) la ley es necesaria por razones prácticas: para dar a la virtud la determinación y la motivación suplementaria que son necesarias para hacer que la virtud sea ampliamente y ordinariamente practicable-
Ahora bien, nada de esto implica distinguir realmente entre derecho y moral. Si por derecho se entiende un conjunto de normas de conducta producidas por una autoridad que actúa siguiendo otras normas, que regulan la producción de aquéllas [como dice Hart], y se reconoce que este orden normativo institucional, a pesar de tener que ser conforme con el orden moral, es relevante y necesario por las razones antedichas, lo que se está mostrando no es que el derecho se distinga realmente de la moral, sino que aquello a lo que se llama "derecho" no es más que la forma acabadamente práctica de la moral, o la parte de la moral a la que, como sociedad, necesitamos dar una forma acabadamente práctica. [Por lo tanto] El carácter institucional del derecho –de lo que en este debate se está entendiendo por derecho– no distingue al derecho de la moral. Si la moral exige ser determinada y propugnada para hacerse verdaderamente practicable, la norma que la determina y promueve es una norma moral, y el acto de producir esta norma es un acto que cumple una exigencia moral.

En verdad, carece de fundamento el postulado de Hart, de que las normas morales no pueden ser producidas. Al revés de lo que Hart sostiene expresamente, sí se puede afirmar que el legislador puede introducir reglas morales[1]. Una norma creada válidamente por una autoridad legítima –lo que Tomás de Aquino entiende por ley– es una norma moral, y es lógico que –como ocurre en el Aquinate– el estudio de este tipo de norma forme parte de la reflexión moral. Obviamente, esta norma podrá ser acertada o equivocada, moralmente buena o moralmente mala, pero, en cualquier caso, se tratará de una norma moral. También los actos pueden ser buenos o malos, y todos ellos son actos morales. Que una norma de ese tipo sea moralmente incorrecta no significa que se trate de una norma no moral –jurídica, por ejemplo– que no es conforme con una norma moral. Significa que esa norma –ella misma– es una norma moral equivocada, es un error moral: es una falsa determinación práctica de un principio o valor moral.
La moral no es un conjunto de ideales, máximas o principios puramente abstractos, ni un mundo de valores y convicciones exclusivamente interiores y personales. Pero da la impresión de que es así como se está entendiendo la moral cuando se da por sentado que la moral es algo ajeno a toda legislación y a toda institucionalización. Si la moral fuera algo así, algo completamente abstracto e interior, sería la moral y no el derecho lo que resultara irrelevante, pues una moral así sería completamente inútil para guiar la acción humana, que siempre se da en particular y en relación con otros, y que, por lo tanto, necesita no sólo determinación sino una determinación válida y reconocible intersubjetivamente. Las normas de conducta generadas en una institución –la familia, la empresa o el Estado–, y generadas en conformidad con las reglas de las que se ha dotado esa institución para la creación de normas dentro de ella, son normas morales, en cuanto que representan la determinación o materialización de exigencias morales, gracias a la cual, y según la cual, estas exigencias se hacen practicables en el seno de dicha institución. Las normas de tráfico son normas morales porque son el modo, el único modo ordinario, de vivir el cuidado de la vida humana – "no matarás"– en el ámbito de la conducción de automóviles, como práctica social.
En tanto que determinación práctica de una exigencia moral, la norma institucional puede versar sobre cualquier materia moral que afecte al tipo de bien humano que se realiza en la correspondiente institución. Por esto, Aristóteles y Tomás de Aquino afirman que la ley se ocupa de todas las materias morales, y prescribe actos de todas las virtudes, pues ambos entienden que el bien común político exige y ordena a sí todos los bienes morales[2]. La ley no versa sólo sobre exigencias de justicia, ni convierte en materia de justicia –de justicia particular– lo que prescribe, por el hecho de prescribirlo. La ley convierte lo que prescribe en materia de justicia general o legal, pero [porque] –como ya hemos visto– la materia de esta justicia comprende los actos de todas las demás virtudes, en cuanto ordenables al bien común. No es sólo lo concerniente a la justicia particular, sino lo relativo a cualquier campo de la moral, lo que es susceptible de determinación práctica mediante normas institucionales, y la necesidad de llevar a cabo esta determinación, depende de la naturaleza y necesidades de la institución de que se trate. Por lo tanto, el derecho, entendido como un orden normativo dotado de institucionalidad, tampoco se distingue de la moral en general, en razón de la materia sobre la que esas normas pueden versar.
Es cierto que la ley prescribe aquellas conductas que son directa o más estrictamente necesarias para el bien común –dependiendo esto, a su vez, de las necesidades y posibilidades de este bien–, y que, por tanto, la ley no manda todo lo moralmente bueno, ni prohíbe todo lo moralmente malo. La ley es tolerante con todo aquello que no necesita prescribir para promover el tipo de bien común que es posible alcanzar. Pero esto no significa que –como a veces se piensa[3]– la ley se refiera sólo a la perfección del hombre en cuanto ciudadano, y no a su perfección integral como persona, como si la primera fuera una perfección parcial o sectorial en comparación con la segunda, la cual sería la perfección propia y plenamente moral, a la que apuntaría la totalidad de las normas y virtudes morales. La referencia al bien común no rebaja ni estrecha el carácter moral de la ley, y el tipo de perfección –perfección ciudadana– al que la ley dirige al hombre, no es un tipo menor, circunstancial y, mucho menos, accesorio de perfección moral. La referencia al bien común es constitutiva de toda la moral, por ser el hombre, el sujeto moral, un ser naturalmente social. Y la misma naturaleza social del ser humano excluye la posibilidad de distinguir materialmente entre perfección moral y perfección ciudadana, y nos obliga a reconocer que, de suyo, la perfección moral del hombre será tanto más plena y eminente cuanto más tenga de perfección ciudadana[4]. Por esto puede afirmar Santo Tomás que cuando la ley se ordena al verdadero bien común, hace al hombre bueno "en sentido absoluto"[5]. No necesitar proporcionar determinación práctica y exigibilidad pública a todos los contenidos morales, para alcanzar un determinado bien común, no es incompatible con la posibilidad de que este bien sea –en su género– superior a cualquier otro bien común y que, en consecuencia, ordenar al hombre a ese bien sea conducirle hacia su perfección más completa, aunque no sea conducirle perfectamente.

[1] H. L. A. Hart, The Concept of Law, op. cit., p. 229.
[2] Ética a Nicómaco, 1129b; STh., II-II, q. 58, a. 9, ad. 3.
[3] Javier Hervada, ¿Qué es el derecho?, op. cit., pp. 115 y 161-163; Idem, Lecciones propedéuticas…, op. cit., pp. 414-420.
[4] Alfredo Cruz Prados, Ethos y Polis. Bases para una reconstrucción de la filosofía política, Eunsa, Pamplona, 2006, pp. 182-190.
[5] S.T., I-II, q. 92, a. 1c.